A vueltas con los efectos de la crisis de 2008, nos pilló la pandemia sin habernos recuperado aún de aquella. El virus cercenó las opciones de crecimiento de los PIB nacionales, enfrió la economía y provocó la destrucción masiva de empleo, reduciendo las clases medias y engordando la bolsa de la pobreza mundial. Los efectos que todo esto tiene en las familias occidentales son manifiestos: reducción de las opciones de endeudamiento, menor adquisición de bienes y servicios, aumento de capacidad ahorrativa para prevenir ahogamientos y retraimiento en compras innecesarias. Millones de personas han visto como su trabajo desaparecía, o la reducción de horas en la jornada laboral y salario, o directamente el negocio donde trabajaba cerró sin vuelta atrás.
Por mi trabajo en Cooperación Internacional, he podido contrastar desde 2008 hasta la fecha (incluida la COVID-19), cómo se están viviendo estas situaciones de crisis económicas continuadas en distintos países, desde Senegal a Bolivia, de Guatemala a El Salvador, desde Filipinas a Ecuador. Siempre he recibido una respuesta más o menos similar al compartir directamente con las personas desfavorecidas de estos países empobrecidos: “¿Crisis? ¿Qué Crisis? Nosotros hemos vivido en crisis toda la vida, no sabemos lo que es un ahorro porque estamos ocupados todo el día en resolver lo de hoy, nunca nos hemos planteado adquirir cosas que no sean de primera necesidad porque ni para ellas nos alcanza, nos cuidamos de no enfermar en la familia porque no podremos pagar ni médico ni medicamentos, ni tenemos vehículo, ni gas (cocinamos con leña), ni luz, ni agua corriente”. Entonces, cuando les traslado los efectos que las “crisis” están teniendo en nuestras confortables vidas me vuelven a repetir la pregunta: ¿Crisis? ¿Qué crisis?
De vuelta a España ampliable a Europa, y a pesar de todas las restricciones preventivas de las autoridades sanitarias, las terrazas, cafeterías, bares, restaurantes, paseos marítimos, se encuentran llenos de gente, consumiendo sus aperitivos, comidas, bebidas y helados, mientras hablamos de la crisis que estamos padeciendo.
A nivel mundial, más de 860 millones de personas no tienen agua potable, 2.500 millones no cuentan con una vivienda digna, 1.300 millones sobreviven cada día a duras penas y el hambre sigue matando a más de 2,5 millones de niños al año por causas relacionadas con la desnutrición, según UNICEF.
Última reflexión. Ante una pandemia de calado mundial se han movilizado todos los recursos habidos y por haber para ponerle freno. Se han invertido cifras escalofriantes en investigación, ciencia, salud, medidas preventivas, etc. Para la situación de hambre y muerte real, de desigualdades abismales entre Norte y Sur, entre países ricos y empobrecidos, los países donantes mantienen un ridículo 0,21% para Ayuda Oficial al Desarrollo. Esto es lo que hay. Tendremos que continuar viviendo con la vergüenza de no haber querido eliminar de raíz la desigualdad mundial y cargar sobre nuestra historia la deshonra de no querer acabar con el hambre.