Probablemente muchos de nosotros fuimos sensibles al conocido lema de la Revolución Francesa, Libertad, Igualdad y Fraternidad, que la propia revolución incumplió, de forma trágica, cuando usó la guillotina como instrumento para eliminar libertad, la igualdad y la fraternidad, durante el bienio del Terror. Ese lema, que suena tan bien, ha quedado anticuado por inexacto e inaplicable. Es necesario sustituir la palabra Igualdad por la de Justicia, para evitar los crímenes que, en nombre de ella, se han realizado. El nuevo lema sería Libertad, Justicia y Fraternidad. La libertad es irrenunciable como punto de partida. Si al ser humano se le elimina la libertad de pensar, opinar, comunicar, moverse o tomar sus propias decisiones, deja de ser humano.
La Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948 se fundamenta en el reconocimiento de la dignidad inherente del ser humano, la cual se manifiesta en una serie de derechos específicos. Esa Declaración, que no fue apoyada por la URSS ni por los países de Europa del Este, ya bajo el yugo comunista, fue en nuestra era el auténtico punto de partida filosófico social para la sociedad del futuro. La libertad es principio clave, pero al vivir en la sociedad humana es evidente que nuestra libertad como individuos nos lleva por diferentes caminos, en función de nuestras circunstancias personales y sociales. No tenemos la misma libertad cuando somos niños que cuando somos adultos, lo cual es algo tan obvio y natural que todos lo asumimos. Además, la libertad, y el grado de su ejercicio, se puede ampliar y desarrollar en la medida en que crecemos. También se verá influido por las circunstancias que nos rodean y por las circunstancias que nosotros mismos creamos. No es, ni será nunca, un paquete absolutamente definido y limitado pues cada uno, en función de sus propias características y decisiones, lo irá desarrollando en un sentido u otro en su vida.
La Igualdad es un valor que muchas veces se interpreta de forma equivocada. La única igualdad que cabe es el respeto a la Libertad y a la Justicia, así como a la igualdad social de oportunidades, pero más allá de ello la Igualdad es imposible. Pretender lo contrario nos llevaría a la opresión y sería contrario a la Libertad. El ejercicio de nuestra libertad nos lleva a ser desiguales desde casi nuestra infancia. No todos somos Pavarotti, Messi o Einstein. Nuestras diferentes cualidades, y el uso que hagamos de ellas, nos lleva nos hace desiguales. La igualdad con los que nos rodean desaparece rápidamente inclusive dentro de la propia familia. Unos viven en el centro de la ciudad, otros cerca de su lugar de trabajo, otros optan por vivir fuera de la ciudad, otros teletrabajan, otros tienen un coche de tal marca, otros han renunciado a tener coche prefieren alquilarlo, etc. Todo ello crea, para nosotros y para nuestros descendientes, desigualdades inevitables, lógicas y asumibles. Lo que sí es irrenunciable es la Igualdad ante el principio de Libertad y el principio de Justicia, pero no cabe exigir resultados iguales ni por tanto iguales recompensas materiales o morales. El uso de la Libertad y la aplicación del principio de Justicia nos hacen diferentes.
El valor de la Justicia tiene una definición muy simple y muy clara, dar a cada uno lo suyo. Pero ¿qué es de cada uno? Partimos de algo natural común a todos cómo es el hecho de ser humanos, pero a partir de ahí el uso de nuestra propia libertad, las circunstancias que nos ocurran, sean por causas naturales o accidentes o casualidades, derivan en desigualdades tanto en la altura, como en la belleza, la inteligencia, la capacidad de cantar, de jugar al fútbol, etc, y de ellas en diferentes circunstancias sociales tales como donde vivimos, qué coche tenemos, que trabajo desarrollamos. Por ello cabe decir que el principio de Igualdad se supedita a los principios de Libertad y Justicia. A partir de ahí las diferencias entre los seres humanos son y serán inevitables porque no somos robots, hechos todos iguales, sino que tenemos y desarrollamos especificidades personales que dan color a la vida y la hacen diferente y especial. La libertad es un principio inherente a nuestra naturaleza humana. La justicia es un principio que reconoce la correspondencia entre las acciones y los resultados, que quiere dar a cada uno lo suyo, y que funciona tanto a nivel individual como social, en tanto que nos reconoce nuestras posesiones y propiedades y, a veces, nuestro desarrollo personal (profesión o carrera que estemos desarrollando) y que, al mismo tiempo, nos exige lo que debamos aportar a la sociedad según las normas sociales que estén vigentes
En cuanto al valor de la Fraternidad cabe resaltar que tiene una naturaleza especial pues si bien se plasma en el plano social, la fraternidad tiene la característica especial de que no es exigible al ser humano, ni regulable como pueden serlo las normas de justicia social. La fraternidad es una manifestación del ser humano de grado superior, de carácter voluntario, caracterizada por una actuación amorosa que empieza en la familia y que se extiende a la familia, en sentido amplio, que nos rodea. Si el valor de la Fraternidad se asume voluntariamente, y no cabe asumirlo de otra forma, la sociedad humana empieza a percibirse como un contexto en el que cabe experimentar la armonía, más allá de las reglas y las normas. El valor de la Fraternidad refuerza el sentido de permanencia y, en lugar de llevarnos meramente a un mundo de obligaciones y derechos, nos hace miembros de una gran familia que trasciende los lazos de parentesco y que puede y debe incluir a los vecinos, al pueblo, a la nación y al mundo entero. Este es el gran valor clave a desarrollar en la era de Acuario y que, en esencia, coincide con el revolucionario mensaje que recibió la humanidad hace 2000 años.