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La tragicomedia argentina

La tragicomedia argentina
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· Por J. Nicolás Ferrando, director de Artelibro Editorial

sábado 14 de junio de 2025, 09:34h
Ni siquiera el Premio Nobel Jacinto Benavente, renovador del teatro del siglo XX con su obra cumbre Los intereses creados —de la que la editorial que dirijo, Artelibro, publicó un texto inédito en 2023—, habría podido escribir un guion tan disparatado. Tampoco, estoy seguro, el colombiano Gabriel García Márquez habría logrado encajar su realismo mágico en la terrible realidad argentina. Tal vez el genial Jorge Luis Borges, con su mordaz y fina ironía, habría logrado aproximarse, pero no cabe duda de que lo que sucede en Argentina trasciende toda lógica por su carácter inexplicable.

Esta semana, la tensión en el país austral —ya de por sí elevada— ha ido en aumento tras conocerse una sentencia de la Corte Suprema que condena a Cristina Fernández de Kirchner a seis años de prisión e inhabilitación perpetua para ejercer cargos públicos. Desde mi escogido exilio en Madrid, asisto impávido —como miles de compatriotas— a un espectáculo esperpéntico que nos avergüenza: el peronismo, una vez más, intenta fabricar una especie de mártir para sostener un discurso caduco que, a la luz de los hechos, ha fracasado y necesita una revisión urgente.

Sin entrar en los pormenores jurídicos de la reciente sentencia contra Cristina Fernández de Kirchner —para eso están los jueces y los abogados—, sí conviene reflexionar desde la historia sobre algunas constantes que reaparecen en el peronismo como movimiento político. Y no son nuevas. Lo que vivimos hoy forma parte de una lógica interna que, desde sus inicios, ha repetido ciertos errores estructurales que impiden una renovación real y democrática de sus liderazgos.

El primero de esos errores es la persistente dependencia de figuras mesiánicas. Desde sus orígenes con Juan Domingo Perón, el movimiento ha optado por centralizar su poder y su relato en torno a personalidades fuertes, casi salvadoras, en lugar de consolidar un ideario social que, por sí mismo, podría encontrar aceptación en amplios sectores de la sociedad argentina. La justicia social, el protagonismo de los trabajadores o la redistribución del ingreso son banderas que trascienden nombres propios, pero que han quedado subordinadas a líderes que se presentan como encarnaciones vivientes del proyecto nacional.

Esa tendencia no se detuvo con Perón. La historia posterior del movimiento muestra una continua delegación en líderes providenciales: Carlos Menem, Néstor Kirchner y, más recientemente, Cristina Fernández de Kirchner. Cada uno, con sus diferencias ideológicas y de gestión, asumió un papel similar en la dramaturgia política del peronismo: el del conductor único, insustituible, capaz de interpretar el sentir del pueblo mejor que el propio pueblo.

El segundo problema histórico que arrastra el peronismo es la incapacidad de sus dirigentes para retirarse a tiempo. Juan Domingo Perón intentó gobernar a distancia desde su exilio en Puerta de Hierro, en Madrid, aferrado a una idea de control que ya no respondía a la realidad. Cuando finalmente regresó en 1973, no supo o no pudo articular un relevo sensato. Dejó el poder en manos de su esposa, María Estela Martínez, quien carecía de preparación y legitimidad, lo que precipitó una crisis institucional que terminó en una sangrienta dictadura.

Carlos Menem también se negó a aceptar el fin de su ciclo político. Promovió hasta el cansancio la posibilidad de una “re-reelección” y degradó así el sentido de los límites al poder. Cristina Fernández de Kirchner, por su parte, ha ignorado deliberadamente el creciente rechazo social hacia su figura. En lugar de retirarse con dignidad y permitir el surgimiento de nuevos liderazgos dentro de su espacio, eligió resistir, atrincherarse y condicionar al peronismo desde las sombras, arrastrando consigo buena parte de su capital político. El único, ciertamente, al que la biología retiró fue Néstor Kirchner.

El tercer elemento a tener en cuenta es la ausencia total de autocrítica. Javier Milei, con su verborrea libertaria y extrema —que aboga por la desaparición del Estado y promueve una suerte de “sálvese quien pueda”—, no surge de la nada: es, en gran medida, un producto directo de las pésimas políticas impulsadas por el peronismo en las últimas décadas.

Así y todo, la tragicomedia argentina continúa, sin visos de resolverse. En un país bendecido con inmensos recursos naturales y una cultura vibrante, la salida para muchos jóvenes sigue siendo hacer las maletas o resignarse a sobrevivir sin horizonte. Es una verdadera pena, sí, pero también una advertencia: ningún pueblo merece vivir atrapado entre el caudillismo del pasado y el caos del presente. Algún día, quizás, la Argentina se atreva a escribir un nuevo libreto, más justo, más racional y menos personalista. Ese día, por fin, comenzará la verdadera democracia.

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