No es fácil determinar, en una España distinguida en estos tiempos por la presencia de dirigentes políticos sin formación ni experiencia, sin fuste ni trayectoria, sin bagaje ni criterio, hasta qué extremo puede llegar lo delirante y lo absurdo y, más peligroso, hasta qué punto determinadas manifestaciones o actuaciones demenciales pueden arrollar derechos o libertades fundamentales de los ciudadanos. Pero siempre hay una ocasión, en este contexto tocado por la mediocridad rampante, para superar plusmarcas anteriores.
La penúltima tiene su origen en una declaración de un miembro del gobierno de Sánchez, asegurando que “en el urbanismo de las ciudades hay un sesgo de género”. No cabe duda de que si se saliese micrófono en mano a la calle para preguntar por la Ministra de Transportes, 9 de cada 10 ciudadanos desconocerían su nombre y aun su propia existencia. Y en sentido contrario, si se interrogase acerca de Raquel Sánchez, 9 de cada 10 (quizá 95 de cada 100) no sabrían en qué cargo o sitio ubicarla.
Y eso es lo terrible. Las proclamas del feminismo más totalitario e irracional se han extendido ya sin freno. Y son propaladas por personas a las que las clases medias españolas, trituradas por la crisis, sostienen con el sudor de su frente y el pago de sus impuestos; a ellas y a sus totalmente superfluos ejércitos de asesores, incapaces de parar (por cómplices) lo delirante y lo absurdo, puesto en órbita de forma recurrente, ciclotímica.
No hay un solo país del denominado mundo desarrollado en el que las astracanadas se estén aireando a los cuatro vientos a un volumen tan elevado, con el feminismo obligatorio y discriminatorio como percha. Por eso España sigue ahí. En lo importante, en el furgón de cola o desplomándose estrepitosamente en todos aquellos ámbitos de su desarrollo como país en los que va (sólo habría que empezar en la educación) de mal en peor.
Las ocurrencias del feminismo indocto, aupadas por el gobierno social-comunista como la perpetrada por la desconocida ministra Sánchez y apenas detenidas por la oposición política, están causando unos daños enormes por los que, de algún modo y en buena lid, los españoles merecerían ser indemnizados. No caerá esa breva.