Formar parte del club europeo tiene algunos aspectos positivos. Para un país con políticos manirrotos y una administración ineficiente resulta muy oportuno estar bajo los sistemas de supervisión y auditoría de las cuentas públicas establecidos por la Eurocracia bruselense. Esto implica que un gobierno como el español tenga someterse a un examen constante por parte de burócratas y exponerse a la comparación con el resto de los países europeos. La actividad de la Comisión Europea y en particular de su Oficina de Estadística, Eurostat, permite “objetivizar” y en cierto modo matematizar el ridículo, la inconsistencia y el fiasco de muchas de las políticas llevadas a cabo por los sucesivos gobiernos del Régimen del 78. Asignaturas suspensas como la educación y el desempleo valen como ejemplo.
Para comprender la actual degradación sociopolítica y económica de España es preciso pues compararla con su entorno, y este se corresponde básicamente con Francia, Alemania e Italia. Estas tres naciones europeas, tanto por su proximidad geográfica y tamaño económico como por razones culturales e históricas, permiten una adecuada relación comparativa. Como se examinará a continuación, los tres países mencionados, aunque atraviesan una crisis social con denominadores comunes, no tienen economías tan vulnerables como la de España, y lo que es aún más determinante, su soberanía real o efectiva no se encuentra tan amenazada como la nuestra. Realicemos a vuela pluma algunas comparaciones con el “corazón de Europa”.
Comencemos el repaso por Francia. Resulta indubitable que la República francesa está padeciendo numerosos problemas sociales y de seguridad. El más destacado es la existencia de peligrosos núcleos de yihadismo que desafían la vigencia y aplicación de las leyes civiles, y que se lleva dando durante bastante tiempo en algunas barriadas de París y otras grandes urbes, como Marsella. Los graves incidentes de Saint-Denis alrededor del Stade de France en la final de la Champions el pasado mes de mayo no fueron una anécdota y a decir verdad tampoco se puede decir que sorprendan a estas alturas. La inmigración descontrolada y el incremento de la violencia en determinadas áreas urbanas (no-go zones) han puesto en peligro la estabilidad social y la propia identidad común de los franceses y de sus valores republicanos.
Sin embargo, por otra parte, el país galo posee un potente ejército y una considerable autonomía energética gracias a su apuesta decisiva por la energía nuclear. No se puede olvidar que Francia es parte del “club nuclear” -tiene la bomba atómica-, lo que la ha situado como miembro permanente en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas desde su fundación. Su diplomacia, por tanto, está inmensamente más capacitada que la española. En este sentido, es sabido que la cualificación de su alto funcionariado (a partir de las grandes écoles como lo fue la ENA) es notablemente superior al de los gestores públicos españoles. Incluso Macron, que es una criatura de la banca Rothschild -a la cual precisamente sirvió un tiempo antes de entrar en política-, está mucho más formado y cualificado que otros títeres globalistas como Trudeau en Canadá, o mismamente Sánchez en España. Los tres sujetos mencionados son productos políticos cortados con el mismo patrón de la mercadotecnia electoralista, aunque ciertamente presentan calidades muy dispares. La clase política francesa y su prensa, su cultura de debate y el activismo de su sociedad civil hacen que Francia, a pesar de su vulnerabilidad actual, esté por razones históricas y ambientales a un nivel muy superior al de España en cuanto a su rendimiento democrático y cívico, y, por tanto, en cuanto a la preservación de una mínima soberanía efectiva, eso sí, defendida con grandes dosis de chauvinismo.
En lo que respecta a Alemania, también tiene muchos problemas, qué duda cabe. Se le multiplican las complicaciones en materia industrial tras la reestructuración de los mercados energéticos derivada de la Guerra de Ucrania y la suspensión de sus relaciones comerciales con Rusia. A pesar de carecer de un potente ejército y de las capacidades diplomáticas de Francia, el país germano es la potencia industrial indiscutible de Europa. Líder en ciencia, tecnología, innovación, universidades y con cuatro organizaciones de investigación únicas, Alemania se sitúa por mérito propio en un nivel de capacidad, estabilidad y desarrollo social muy superior a España. El poso de la historia y de la tradición están ahí y son evidentes, pues la estructura de la ciencia alemana moderna se basa en conceptos desarrollados hace dos siglos por Von Humboldt, el educador prusiano pionero en ideas que continúan prevaleciendo en todo el mundo.
El sistema de Humboldt está en el ADN de Alemania y por ello, como reconocía Thorsten Wilhelmy, secretario general del Instituto de Estudios Avanzados de Berlín, en unas palabras recogidas en un artículo titulado “The secret to Germany’s scientific excellence”, publicado por la revista Nature (nº 549, 2017) “los políticos (alemanes) no están tan tentados a recortar la investigación básica cuando los tiempos se ponen difíciles”. Al revés justamente de lo que sucede en España, con su errática política educativa, y por el hecho de que, a pesar de ser la quinta economía del continente europeo, se sitúa en la posición 18ª de los 28 países miembros de la UE en inversión en I+D respecto al PIB.
Parece claro que nuestro país debería imitar lo positivo de Alemania, que es principalmente su estabilidad política y la continuidad de las políticas industriales y educativas por parte de sus diferentes gobiernos y partidos. Esta es la receta y no otra la que ha demostrado empíricamente que es la mejor garantía para desarrollar una nación en el largo plazo, con un liderazgo mundial y una cierta soberanía efectiva en materia tecnocientífica e industrial.
Por último, comparamos a España con Italia, un país que también está experimentando en los últimos tiempos no pocos desequilibrios macroeconómicos y zozobras sociales, casi tantos como el nuestro. Pero el norte de Italia es más parecido a Alemania y Austria en sentido industrial, económico y científico, y eso marca la diferencia. Algo en cierto modo parecido a la brecha social y económica que existe entre el norte y sur de España, con regiones más prósperas como País Vasco y Navarra, y hasta hace unos años también Cataluña, y otras bastante deficientes en materia socioeconómica, como Andalucía, una región con uno de los niveles de desarrollo social más bajos de toda la Unión Europea.
Los italianos tienen una mayor influencia internacional porque en buena medida no se han dejado desindustrializar tan desprevenidamente como lo han hecho otros países del sur de Europa desde su ingreso en la UE. Además, mantienen muchas conexiones inteligentes con otras potencias, como China y Rusia, a diferencia de España. Italia ha sabido aprovechar hábilmente la estulticia del actual gobierno español para obtener réditos de sus conexiones con Argelia y garantizarse el suministro de gas en un contexto muy turbulento por el que atraviesa el mercado energético europeo.
Como señalaba agudamente Stefano Palombarini en Le Monde Diplomatique, en abril del año pasado, Italia se ha convertido en el laboratorio de la política europea, a propósito de la llegada al poder de Mario Draghi, ex Vicepresidente de Goldman Sachs, uno de los mayores bancos de inversión del mundo, ex Director Ejecutivo del Banco Mundial y ex Presidente del Banco Central Europeo. Con esta figura se reedita una tecnocracia con la que Italia vuelve al corazón de “Europa”, donde por cierto nunca ha estado España ni tampoco se la espera, a pesar de los contumaces y frívolos esfuerzos de los más acérrimos europeístas españoles.
Draghi, a diferencia de “Antonio”, no necesita mendigar ni arrastrarse por una foto con Biden, o en su lugar con Obama. Tampoco necesita que el tesorero de su partido político le entregue sobres en concepto de sobresueldos (a diferencia de un tal “M. Rajoy”). Draghi también tiene la suficiente lucidez para saber que no conviene quedarse sentado ante el paso de la bandera de EE.UU. en un desfile militar (como sí hizo ZP). Y por supuesto, el italiano jamás se prestaría a una ínfula tan majadera como la famosa foto del trío de las Azores, ni pondría sus zapatos encima de la mesa en un rancho de Texas cual cowboy ibérico (como hizo “Ansar”). La clase y finura italianas no existen en la partitocracia de baratija que gastamos en el ruedo ibérico.
En definitiva, la paulatina pérdida peso e influencia de España en el contexto internacional, correlato a su vez de la pérdida interna de soberanía efectiva, se explican por muchas causas, pero haciendo una comparación elemental con nuestro entorno europeo, podemos llegar al bosquejo de algunas deficiencias que así lo explican, más allá de ciertas métricas de Bruselas o de otros análisis estadísticos.
La comparación con Francia, Alemania e Italia debe indicarnos donde fallamos como país y como sociedad política, y cuáles son las asignaturas pendientes. Falta mucha capacidad técnica y una gestión eficiente de los recursos públicos, también un sano patriotismo, y por supuesto, unos líderes con perspectiva en el largo plazo, orientados hacia la estabilidad política dentro del juego democrático e institucional y ciertas habilidades para aprovechar las oportunidades que se presentan en el tablero de ajedrez mundial. La soberanía de un país no viene regalada, por nada ni por nadie. Ni existe per se porque lo diga un texto normativo, por muy constitucional que sea o pretenda ser. La soberanía nacional real se gana y protege o se acaba perdiendo.