Es un mecanismo de reacción psicológica tan paradójico como frecuente y, en fin, lamentable. No es raro que la víctima de una agresión, contra su propia voluntad y de manera inconsciente, desarrolle una relación de complicidad y un fuerte vínculo afectivo con su agresor. Resulta hasta ofensivo para el espectador, para quien lo contempla sin entenderlo, para el testigo buscando sin encontrar las causas, pero se trata de un fenómeno hasta de rasgos simplemente patéticos. Se antoja, en este sentido, totalmente disparatado que, tal y como hemos conocido, Cataluña sea la comunidad que ha recibido más inversiones del Estado desde 2015. No hay una sola región en el conjunto del territorio nacional cuyos dirigentes y cuyo coro de palanganeros y demás esbirros hayan agredido con más ahínco los intereses generales de los españoles, hayan atentado más contra sus derechos fundamentales, hayan difamado más a un país entero, hasta el punto de incoar políticas de ruptura de índole golpista y naturaleza salvajemente ilegal. Y aun así… han obtenido premio. Sólo 2021 ha sido el año, desde 2015, en el que han recibido menos inversión que Madrid.
Así, el “supuesto agravio” inversor al que sistemáticamente recurre el nacionalismo catalán, tanto el de moqueta como el de cocktail molotov y rastas, es lo que siempre supimos que fue: una patraña, un bulo, una gigantesca mentira propalada en bucle con el único ánimo de expoliar al contribuyente de Extremadura y de Canarias, de Andalucía y de las dos Castillas, de Murcia y de Cantabria: el agravio es precisamente para los ciudadanos que trabajan y cotizan honradamente desde cada uno de esos territorios.
Nunca hasta hoy ningún gobierno de ningún signo ha dado la batalla contra las trolas del establishment separatista. Nunca se ha actuado con justicia para con el conjunto de los españoles, a los que se les ha metido la mano en el bolsillo y se les ha afrentado para intentar, en vano, contentar a las castas independentistas. Y va siendo hora de revertir ese camino.
Se trata de romper, de una vez por todas, con el síndrome de Estocolmo. No se trata, en sentido radicalmente opuesto, de castigar a ninguna Comunidad Autónoma. No. Es una cuestión de puro y duro gobierno de la ley, de equidad, de responsabilidad y de Justicia (con mayúsculas).
Bastantes gamberradas y ofensas de sujetos de medio pelo y asilvestrados (pero muchos de ellos violentos) llevan soportadas los españoles que creen en la solidaridad, la unidad y el bien común como para que, de manera ininterrumpida y descarada, se les obligue ilegítimamente a financiar las actitudes y los proyectos que, hace muchos años, dejaron de ser simples operaciones de macarras. ¿Hay alguien, ahora en la oposición, dispuesto a empezar?