Con estos dos factores, los alemanes desarrollaron la Ostpolitik, diseñada por Willy Brandt y mantenida por el resto de los cancilleres posteriores. Una estrategia que les ofrecía mucho rédito, como puede apreciarse en las suculentas ventajas que reportaban los conglomerados de Lukoil, Rosneft y Gazprom, entre otros, a empresarios, exfuncionarios y políticos alemanes. Todo ello permitía a la economía germana crecer fuertemente y anclar al resto de Europa en las cadenas de valor controladas por sus empresas e industrias, sin ocuparse de gastar lo necesario por su seguridad. Esta situación, intensificada durante las tres últimas décadas, llevó a Alemania reunificada a crecer mucho y rápido, pero careciendo de autonomía estratégica.
Según datos de Eurostat, Alemania representa aproximadamente el 20% del PIB de la Unión Europea, lo que le otorga una posición dominante en la toma de decisiones económicas en Bruselas. Esta influencia económica de Alemania ha generado tensiones en otros países europeos, especialmente en los países del sur, que han cuestionado la política económica germana. Un estudio realizado por el European Council on Foreign Relations en 2019 encontró que Alemania no había desarrollado una estrategia coherente para Europa Central y Oriental después de la reunificación. La desconfianza en Europa Central y Oriental, desde los tiempos de la URSS (Pacto de Varsovia y Comecom), hasta los sucesos de 1991 y la transición postsoviética, hicieron que los alemanes y centroeuropeos se entusiasmaran con la UE. Pero Hungría, Polonia y República Checa se vendieron en buena parte a empresas alemanas que penetraron en sus mercados nacionales y afectaron su pretendida independencia, hasta quedar sus economías demasiado atadas e incluso subordinadas a la de Alemania. Esto generó no pocos desequilibrios, como analizó Vivien Ann Schmidt en su trabajo, “German hegemony and the crisis of the European Union” (Journal of Common Market Studies, 53, 2015, p. 54-65).
Los alemanes trataron de conseguir por medios económicos lo que no consiguieron por las armas en los siglos XIX y XX, es decir, una Gran Europa bajo liderazgo teutón, aunque fuera ya sólo basada limitadamente en su dominio industrial, financiero y comercial. Transformaron un país expansionista en lo militar -sirva para ello el icono de los panzer-, en un país expansionista en lo industrial, como demuestra la producción masiva y amplia distribución internacional de los leopard. Alemania fraguó una Europa bajo la primacía de sus intereses pero presa de sus propias limitaciones, certeramente criticada por trabajos como los de Amtenbrink, “The EU’s constitutional conundrum: Germany’s self-interest and Europe’s future” (Journal of European Public Policy, Nº 24, 2017, p. 1351-1368) y Posen, Germany's macroeconomic hegemony (Peterson Institute for International Economics, 2014).
Pero donde se observa más nítidamente la preponderancia de Alemania es en la posición del Bundesbank en el esquema del Eurosistema y del gobierno del Banco Central Europeo, que no por casualidad tiene su sede en Frankfurt. El Bundesbank alemán es el banco central nacional más importante del Eurosistema, con más del doble de empleados que el BCE. En 2022, el porcentaje de capital que poseía el Bundesbank en el BCE era del 26,38%, el mayor accionista. Este porcentaje se basa en la participación de Alemania en la población y la economía de la Zona Euro, y se establece en el capital suscrito del BCE como "participaciones de capital nacional" (PCN)., Un ejemplo de esta influencia indirecta de Alemania está en el hecho de que el BCE posee alrededor de 424.000 millones de euros en bonos del Estado italiano y 320.000 millones de euros en bonos del Estado español, según datos del propio BCE (enero 2022). Esto significa que la deuda pública italiana representa aproximadamente el 57% del total de la deuda pública mantenida por el BCE, mientras que la deuda pública española representa alrededor del 43%. La Eurozona se encuentra así en un callejón sin salida, con países a dos velocidades, rescatados fácticamente, detrás de una política monetaria del BCE tan alemana como agotada, como ya expusieron en su momento Stiglitz, The euro: How a common currency threatens the future of Europe (WW Norton & Company, 2012) y más recientemente Mody, EuroTragedy: A Drama in Nine Acts (Oxford University Press, 2018).
Después de la reunificación, en 1990, Alemania se convirtió en la mayor economía de Europa, lo que la llevó a buscar una mayor influencia en la Unión Europea y en la toma de decisiones económicas europeas. Sin embargo, este enfoque expansivo generó tensiones y desconfianza en otros países europeos, especialmente en los países del sur de Europa. Hay que recordar que la crisis de refugiados de 2015 puso a prueba la capacidad de Alemania para liderar y coordinar la respuesta europea a un problema de dimensiones continentales. Según datos de la Agencia de la ONU para los Refugiados (ACNUR), más de 1 millón de refugiados llegaron a Europa en 2015, principalmente a través de Grecia e Italia. Alemania fue uno de los países europeos que recibió más refugiados, con más de 476.000 solicitantes de asilo en 2015. La falta de una estrategia clara y el enfoque unilateral de Alemania generaron tensiones y divisiones en la Unión Europea que siguen latentes.
Esta Gran Alemania, con Rusia como proveedora de materias primas baratas para la Europa Occidental manufacturera -con las "reglas y usos alemanes"- hubiera alcanzado sin duda el liderazgo mundial. La formación de un eje euroasiático, básicamente ruso-germánico, de haberse prolongado alguna década más, hubiera representado muy probablemente una gran amenaza para el hegemón angloamericano, dominante en Occidente tras 1945 y más globalmente después de la disolución de la URSS en 1991. Pero los alemanes no tuvieron en cuenta -como tampoco lo tuvieron en la Segunda Guerra Mundial-, dos aspectos fundamentales. El primero es que la respuesta de EE.UU. y de su aliado británico, no se haría esperar. El golpe angloamericano se efectuaría cuando más daño hiciese a los alemanes, como a la vista ha quedado con la misteriosa destrucción en septiembre del año pasado del gaseoducto Nord Stream en el Mar Báltico, envuelto en lo que parece ser un sabotaje en toda regla, como ha apuntado recientemente el premio Pulitzer de 1970, Seymour Hersh, en su artículo “How America Took Out The Nord Stream Pipeline” (8 de febrero de 2023). En dicho artículo, Hersh alega que buzos estadounidenses colocaron explosivos de activación remota bajo los gasoductos durante el ejercicio Baltops-2022 y que los noruegos los detonaron tres meses después. Se detalla también que Biden aprobó el sabotaje tras más de nueve meses de debates secretos con su equipo de seguridad nacional. Por tanto, estaríamos ante un presunto sabotaje ejecutado con el propósito elemental de interrumpir la conexión e interdependencia entre Alemania y Rusia. De ese modo, como reza el viejo adagio latino cui bono o cui prodest, las industrias petroleras y gasísticas norteamericanas han podido reposicionarse y capturar el mercado energético europeo, sujetar la industria alemana al gas natural licuado del otro lado del Atlántico e imponer aún más el dólar de la Reserva Federal en las transacciones comerciales estratégicas.
Los alemanes no ponderaron los riesgos de su nueva Ostpolitik, a pesar de las advertencias de Trump, tanto por prescindir en un primer momento de una política autónoma de seguridad energética para su industria como por no jugar una baza más activa a nivel diplomático en la antesala o prolegómenos del conflicto ruso-ucraniano. Sobrestimaron sus capacidades y se dejaron llevar por ambiciones desmedidas a costa de la subordinación de sus socios europeos, como tantas otras veces en la historia. Con retrospectiva, Berlín debería haber sido la parte más valedora del cumplimiento de los Acuerdos de Minsk (2014-2015) por la cuenta que le podía traer.
En segundo lugar, los EE.UU. vieron a tiempo la gigantesca maniobra estratégica de Alemania labrada desde tiempos del canciller Schröder (1998-2005) e implementada durante el mandato de Merkel (2005-2021), y la consiguieron abortar por la fuerza, sometiendo nuevamente a Alemania a las directrices de Washington, e impidiendo que Berlín pudiera volver a dominar enteramente Europa. Esto también se ha plasmado en el veto de EE.UU. a una política de defensa colectiva europea fuerte. En apenas un año desde el estallido de la guerra, Washington ha podido resucitar la OTAN y reactivar a toda su industria armamentística, que es claramente el sector que más se está lucrando con el gran negocio de la guerra -como se observa en los índices bursátiles de Wall Street-. Sobre todo, si la guerra se desarrolla como una “proxy war”, esto es, una guerra por delegación. Un negocio mucho mayor si cabe cuando un país como Ucrania se presta al juego macabro de provocar al enemigo ruso de forma insensata desde el Euromaidán de 2014, conformándose con promesas que difícilmente se harían realidad, como la adhesión a la OTAN y a la UE. El resultado es una Ucrania cuyo gobierno resultó trágicamente ingenuo, al no medir correctamente el riesgo de sus acciones en el Donbas ni contemplar las líneas rojas marcadas por Moscú. Un país ahora arruinado y parcialmente destruido, y que antes de la guerra ya contaba con un tejido político, administrativo y empresarial extraordinariamente corrupto y muy poco confiable, al nivel de su vecino y agresor ruso, como indicaban los informes de Transparencia Internacional de los años precedentes a la guerra (Índice de Percepción de la Corrupción).
Por el momento la guerra ruso-ucraniana es una guerra cómoda y rentable para Washington, porque sus costes son externalizados al resto del tablero de ajedrez europeo, comenzando por su peón ucraniano, y seguido por la torre que representa Alemania y el resto de piezas europeas, que padecen el efecto boomerang de las sanciones contra Rusia. Una política de sanciones que va por la décima ronda y coloca a otras potencias como China e India en una situación más favorable para competir globalmente al recibir mejores condiciones para aprovisionarse de los recursos energéticos rusos. En cuanto al Reino Unido, el alfil anglosajón, desde su incorporación al club europeo en 1973 hasta la consumación del Brexit en 2020, constituyó un importante instrumento de EE.UU. para boicotear el desarrollo de la Unión Europea. De hecho, el Brexit se produce por el exacerbado protagonismo que tiene Alemania en todo el diseño de la UE. Los británicos no podían tolerar que Alemania decidiese todo desde Bruselas. Ese fue el motivo también de que UK no se incorporara al Euro, una divisa diseñada con una política monetaria muy similar, por no decir idéntica, a la del extinto Marco alemán. Pero, sobre todo, lo que los anglosajones consiguieron eficazmente desde dentro de la UE fue impedir que la entente franco-germana construyera una verdadera política de defensa común europea, ambicionada por De Gaulle, como ya expresó el líder francés en sus Mémoires d'espoir (1963) y ha sido recogido abundantemente por autores como Laffin, J., De Gaulle (Routledge, 1970) y Keiger, France and the origins of the European Union (Palgrave Macmillan, 2019).
A día de hoy parece imposible que veamos un Euro-ejército no tutelado por Washington ni dependiente de su brazo militar en Europa (OTAN). El rol asignado a Polonia desde Washington es buena prueba de ese intento de minimizar geopolíticamente a Alemania. La última visita de Biden a Varsovia, tras pasar por Kiev, ha sido muy ilustrativa, como lo fue también el último paseo de Zelenski por Londres, París y Bruselas (en este orden) y no por Berlín. Fue Scholz quien tuvo que arrimarse a Macron en el Elíseo para mendigar una foto con el ex cómico que de momento gobierna en Kiev, hasta que Washington se canse de él.
En definitiva, la guerra ruso-ucraniana vuelve a mostrar las carencias estructurales de Alemania y, por tanto, indirectamente, las de una Unión Europea demasiado alemana, una Europa excesivamente subordinada a Berlín en economía e industria. Una Alemania que ahora suscribe unilateralmente la provisión de abundante gas barato de Qatar al margen del mercado único europeo y que requerirá corredores energéticos e infraestructura aún no suficientemente definidos. Los errores alemanes se pagan en toda Europa y esa ha sido la tónica de los últimos dos siglos. Asistimos a una reconfiguración de una Europa occidental demasiado atrapada por las propias contradicciones de Alemania, desde su unificación en 1871, no resueltas tras 1945 y, además, agravadas tras su reunificación en 1990.
En este sentido, parece una auténtica distopía si no fuera porque es la cruda realidad, que los europeos asistamos ahora a un plan de rearme de Alemania, que está suponiendo el mayor gasto en defensa de los últimos 83 años, y que implicó la reforma de la Constitución alemana y la creación de un fondo de 100.000 millones de euros. Este plan de rearme alemán contempla elevar el gasto militar anual desde los 50.000 millones de euros actuales hasta los 70.000 millones de euros por año. El mayor rearme de la historia de la Alemania contemporánea, que pronto se convertirá en la potencia militar de Europa y la tercera más grande del mundo, detrás de EE.UU. y China. Lo mismo puede decirse del levantamiento del veto alemán por parte del canciller Scholz para que los carros de combate de fabricación alemana que poseen diferentes países puedan dirigirse al frente ruso-ucraniano. Y aunque la situación sea muy diferente a la de la Segunda Guerra Mundial, el hecho de contemplar la imagen de los leopard alemanes pisando el suelo de la antigua Unión Soviética, atravesando Polonia rumbo a Ucrania, menos de un siglo después, no deja de ser algo muy elocuente y un signo de cambio de era.
Tendríamos que preguntarnos como europeos si seremos capaces de construir una Unión menos vinculada a los errores, contradicciones y limitaciones de Alemania. ¿Será capaz el Sur de Europa, la Europa mediterránea y grecolatina, de reindustrializarse y organizar su propio mercado interior y defensa a pesar de Alemania? ¿Y de refinanciarse y configurar una divisa común que apoye su crecimiento económico sin la tutela o dependencia de Berlín-Frankfurt? ¿Podrá un eje París-Roma-Madrid-Lisboa-Atenas contrarrestar la esfera de influencia centroeuropea y nórdica de Alemania?
¿Sobrevivirá Europa a los errores de Alemania?