Lo han vestido Francis Montesinos, Adolfo Domínguez y Palomo Spain, porque un bailaor tan sugestivo, tan rotundo, necesita ilustrar esa calidad suya de bronce ardiente con el blanco y el negro, el rojo incendiado con caireles, chorreras y alamares, como armadura elocuente de un artista pertrechado de claroscuros y deseo de sal, en el siempre excitante juego de la renovación, la investigación –Lorca, Mircea Eliade…– y la flexible verticalidad del junco. “Guerrero” apuesta por la nostalgia, se arropa en un aire cercano de príncipe de otros tiempos, entre heroico y familiar, y el artista es capaz de descansar después de una hora mirando a su amado público con una sonrisa inflamada de complicidad, alcanzando con ella a cada uno de los presentes. Esto es difícil, pero Eduardo lo consigue, porque compone y recompone mil veces un cuerpo verdaderamente prodigioso y cincelado durante décadas de escuela, tablaos, festivales, desvelos, como les ocurre a los grandes a lo largo de una vida intensa y agitada.
Pasión Vega compartió con Eduardo su voz clarísima y, a la vez, caudalosamente entrañable, alcanzando así un singular erotismo de vocación espiritual, de ojos grandes que se miran y buscan respuestas, de almas que se tocan, a través de tres temas lentos y emotivos. Guerrero es espigado, ascensional, como un ciprés joven que se cimbrea y apunta al cielo, que quiere ser amado, recogido por los brazos de Pasión para alcanzar la “Piedad” de Miguel Ángel. Mario Maya, Antonio Canales, Manolo Marín y Chiqui de Jerez han sido sus maestros y por eso ha sido reconocido con el Desplante del Festival de las Minas de La Unión (Murcia) en 2013 y el Premio del Público en 2017 en el Festival de Jerez. Este año ha obtenido la Zapatilla de Plata de Indanza (Almería) porque Eduardo realza “la danza española y el baile flamenco, tan definitorios del arte almeriense, andaluz y español”. Sus saltos y movimientos son como estoques de acero; sus gestos en escena, como de pillete de barrio de buen corazón; y su vientre hundido y musculado, como el caparazón de una tortuga en el que improvisa el artista unas palmadas para marcar el ritmo con sus manos largas y teñidas de un oro negro que esplandece bajo los focos.
El arte efímero del espectáculo flamenco ya forma parte desde el 16 de noviembre de 2010 del Patrimonio cultural inmaterial de la humanidad. En torno a la cintura del bailaor flota el trémolo rítmico de una manera de entender el mundo asentada en la belleza y en la creación: con sus brazos y piernas, Guerrero va cincelando una página más de la historia del género, desde Cádiz al mundo entero, pasando por París, Río de Janeiro, São Paulo, Brasilia, Nueva Delhi, Chandigarh, Bombay o Moscú. Guerrero pertenece a la estirpe de los seres libres, ostensiblemente libres, sin subvenciones ni amos. Solo se debe al público y a sí mismo, y ya es mucho. Larga vida al amigo, al príncipe, al flamenco elegante y más internacional.