No es ningún disparate ni el planteamiento de otra galaxia el que formulan, de viva voz, esos ciudadanos que sostienen que “lo que está haciendo Sánchez con Puigdemont es de cárcel”. Porque más allá del reproche verbal de su cobarde, inicuo y miserable comportamiento, el reproche penal debiera estar al alcance de este tipo de conductas en nuestro país, como lo está en otros del denominado mundo desarrollado.
No sólo se boicotea desde el Consejo de Ministros el trabajo de la Administración de Justicia, como hizo la mentecata Díaz (una de las máximas expresiones hoy, en su versión más cateta, de la casta política parasitaria). Se consuma ese boicot, por añadidura, enmarcado en uno de los más flagrantes ejercicios de prevaricación.
Nada le importa a Sánchez, mientras se encama con un despreciable sujeto como Puigdemont para salvar su propia poltrona, desoír las voces acreditadas de catedráticos de Derecho y magistrados eméritos aludiendo -al unísono- a la inconstitucional aberración que significaría una amnistía a beneficio de los peores malhechores del separatismo catalán. Al contrario, su ejercicio de prevaricación política y administrativa es uno de los más descarados que se recuerdan en la historia democrática de España: los pasos del presidente interino contrarios a la ley, creando hechos y resoluciones falsas, faltando a la verdad con descaro se traducen en uno de los mayores quebrantos que pueda imaginarse, en los tiempos que corren, al Estado de Derecho.
Salvo milagro, el felón consumará su fechoría y se asegurará cuatro años más en el machito. Habrá conseguido su objetivo de atornillarse al poder. Pero le aguardará, después de tanta indignidad, una guerra declarada por los amnistiados en la que éstos trabajarán denodadamente por convertir a Sánchez en un pelele o, peor, en un simple despojo de la democracia. Ya han empezado.
Si (
No(
