Prohibido

Sobre la base de la frase: “Si la luna suave se desliza por cualquier cornisa sin permiso alguno,…”

Nunca me gustaron los inquisidores que condenan y destruyen libros por el saber que contienen, ni los censores de manifestaciones artísticas por lo que estas muestran, ni las fronteras artificiales que exigen caprichosos visados para cruzarlas o traspasarlas, ni quien pone límites a la creatividad según su particular moral, ni la posesión de acreditaciones para tener derechos, ni las caprichosas éticas permitidas según de quien vengan.

Me fastidia sobremanera el absurdo retraso que impone, a quien con paciencia lo sufre, el arco de control de los aeropuertos donde junto con nuestras pertenencias nos incomodan y, no pocas veces, nos maltratan bajo una apariencia de seguridad; más inútil y falsa, para realmente asegurar nada, que un billete de tres euros.

Mejor no hablar de la arbitrariedad de algunas restricciones en la circulación, como prohibir circular a más de 50 Km/h cuesta abajo en un túnel, construido completamente bajo tierra, de catorce kilómetros de longitud con tres carriles todos en la misma dirección; eso sí, acondicionado al completo con su radar y todo.

Notable diferencia la que se producía en el sentir de mi fuero interno ya de muy niño cuando algún adulto nos chistaba con aspereza para que dejáramos de hablar o nos obligaba a callar con un grito atronador; frente a la poderosa influencia que tenía un visible cartel, solo negro sobre blanco, donde sencillamente pusiera un “Se ruega silencio”. En el primer caso, pensaba menudo incoherente frustrado nos ha tocado en suerte; y en el segundo, una parte de mi cuerpo detectaba una amable y poderosa sutileza en tales palabras que me impelía a colaborar.

Sólo recuerdo una única vez en toda mi vida, que me gustó a la par que me resultó gracioso, ver un prohibido.

Fue a primera hora de la soleada mañana un mediterráneo verano hace años en un mercadillo sabatino, ubicado en una plaza corriente con su fuente de dos caños de los que manaba un buen chorro de agua clara, y donde un vendedor ambulante montaba su puesto de coloridas y alegres camisetas de algodón baratas, destinadas en exclusiva sin duda alguna para el sexo femenino, y en las que en todas ellas sin excepción con independencia del diseño, del modelo y de la talla en su parte delantera a la altura del pecho resaltaba de manera diáfana la leyenda “Prohibido NO tocar”.

Había cerca atentas, observando con curiosidad al hacendoso buhonero de ojos glaucos dotado con amplio y cuidado mostacho, dos guapas chicas jóvenes a las que por sus cómplices gestos parecía que les unía la amistad; y una, la más alta y seria de las dos dijo ¿Tú crees que venderá alguna? A lo que la otra, jugando con su rubio cabello, risueña respondió, las venderá todas y muy rápido. A lo que la primera contestó ¿Seguro? ¿Eso crees? Ninguna mujer las compraría. Eso es cierto, dijo la segunda sonriente, pero eso al tunante del feriante le trae absolutamente sin cuidado, su clientela no son las despiertas féminas como nosotras, son los hombres que motivados por su ingenua e infantil imaginación las adquieren para regalo.