Y ello porque quien se manufactura un mundo con exceso de confort y a mayores con imbatible garantía de permanencia, lo que se conoce como una jaula de oro, corre el riesgo al no poderse jamás librar de ese harto experimentado territorio, de saturarse y a voz en grito a los cuatro vientos decir: si la suerte me favoreciera y fuera simultáneamente dueño de este infernal y esclavista territorio y del infierno, alquilaría este territorio y viviría en el infierno.
Si lo efímero no existiera, no podríamos experimentar, nos estaría vedado romper las reglas, sería imposible volver a empezar de cero; es más dejarían de tener sentido los sueños y los anhelos. Para identificarnos tendríamos que hacer como los perros, olernos el trasero. En definitiva, al no poder optar veríamos apenados como nuestra libertad se escapa por el sumidero.
Saberte efímero permite, aunque no tengas prisa por irte, llegado esa maldita ocasión donde te aprietan por el cuello contra el muro y con saña te atornillan y te retuercen demasiado fuerte donde más duele, decidir mandarlo todo a paseo y, en lugar de huir, cargar feliz solo armado con un único cubo de agua contra el averno.
Ser efímero permite a la enemiga tentación que llegue a predecir y anticiparse a tus trucos y tu mente, pero no le da el tiempo necesario y suficiente para conocer tu lobuno instinto. Y que no sea el tamaño del perro en la lucha lo que importa, sino la capacidad de luchar del perro.
Antes o después lo efímero nos libra de las falsas autoridades alimentadas por falsos gobiernos autocráticos que terminan por implementar en la conciencia colectiva que no existe ninguna ley ni moral que de verdad sea auténticamente legítima más allá de la que cada hombre en cada momento y lugar se quiera dar.
Y lo mejor, que todo sea efímero permite en las fiestas que todos y cada uno de los mochuelos al terminar la diversión puedan a su nido volver con su “si” y con su “no” particular sin mayor transcendencia, quedando a la espera de mejor ocasión.