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Ocaso

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· Vivir ciertamente no es soñar ni esperar un futuro que no se sabe si llegará, realmente vivir no es otra cosa según la ocasión que pensar, tomar decisiones o ejecutar acciones sin solución de continuidad en todos y cada uno de los sucesivos minutos en que estás respirando

domingo 01 de junio de 2025, 07:00h
Para aprovechar la luz natural se sobradamente que hay que madrugar, y es mi costumbre hacerlo, porque temprano por la mañana es la mejor hora con independencia de la fecha del año para ver salir el sol, no obstante me quedo con el ocaso como el momento más especial del día por ser el mejor para testimoniar si se ha cumplido o no el afán de la jornada.

Uno de tantos de mis gratos recuerdos relacionado con los ocasos me lleva al Cabo San Vicente situado en el extremo sudoeste de Portugal hace muchos años, en el siglo pasado, viendo al astro rey trasponer riguroso e imparable poco a poco el horizonte.

Allí en la misma punta, en un risco sentado en la roca con los pies colgando sobre el Océano Atlántico, acompañado de no más de otras veinte personas para mi todas desconocidas menos una, guardando sin haberlo expresamente acordado un autoimpuesto solemne silencio, puedo afirmar que experimenté una “particular epifanía”, es decir una revelación: en ese momento de plena consciencia con cada inhalación de aire, esas que sientes que te llenan pulmones y también el cerebro, tuve la sensación de que la mayor satisfacción está en percibir que en el inmediato próximo segundo se va a materializar la alegría que proporciona el acercarte tanto a lo deseado que sientes que ya lo estás suavemente tocando con la yema de los dedos pero por suerte no has llegado todavía a agarrarlo fuerte con toda la mano con el riesgo en un gesto de torpeza de poderlo estrujar.

Si tuviera que exponerlo con un dibujo sería algo parecido con el que se muestra sobre el papel al acudir a las matemáticas, para explicar el límite de una función que de forma permanente tiende a un valor pero nunca el resultado final exacto y pleno es ese valor concreto. Y la constante, ahora convertida en el objetivo perseguido, se encuentra en la permanente e invencible particular aproximación no en el propio valor. La mayor felicidad el galgo la encuentra en gastar sus naturales fuerzas al correr tras la liebre con su hocico rozando el rabo, no en atraparla.

A esto lo llamo apoyarse como punto de fuga cerebral en la perspectiva ilusionante, que consiste en saber a ciencia cierta que la llegada del irrevocable final de algo que se quiere dejar atrás desde hace mucho tiempo satisface mucho más que el principio de algo sobre lo que, por la cara y la cruz que existe en toda moneda, se tiene dudas de si de verdad se quiere que llegue del todo al venir aderezado con un “vale, empecemos y luego ya veremos”.

Lo que para siempre se va, ya solo por el hecho de hacerlo pasa a ser total propiedad de la memoria y queda a merced de esta de alguna manera la posibilidad de modificar el recuerdo, lo que está por llegar todavía no es de nuestra completa titularidad mental y por ello sólo hasta cierto punto lo podemos moldear mediante la idealización, con lo que tiene de engaño; un plan de ataque exacta y rigurosamente solo se cumple hasta el momento de comenzar el combate.

Al empezar la finalización del día se te invita a repasar lo hecho durante el trecho recorrido en las horas precedentes y como prueba suficiente de que no vas del todo por el mal camino se puede tomar que los otros son contigo más compresivos de lo que lo eres tú. Lo inverso es señal inequívoca de estar en breve abocado al desastre.

Al ponerse el Sol para acertar al analizar lo acontecido se debe empezar por comprobar si para tu suerte ha sido ese día cuando por fin se ha cumplido la regla de los quince minutos, esa que dice que hay que estar presente en un sitio mil cien horas si quieres asegurarte de estar también allí presente para no perderte los quince minutos más esenciales y decisivos de lo que en ese lugar tenga que suceder.

Con el ocaso se pone de manifiesto si un día más pudiste salvarte o no del infortunio de haber tenido que lidiar con uno de los que pertenecen a la peor especie de los malvados, uno de esos que con absoluta convicción y esperando tu agradecimiento te quiere hacer creer que ha venido para salvarte de una mala situación que ni de lejos padeces ni vas a padecer.

Cada ocaso vivido a diario en sus efectos es acumulativo, pues cada uno de ellos suma al inevitable acercamiento al crepúsculo vital del que nadie puede escapar mayor distancia del pistoletazo de salida, ese momento inicial cuando todo en el camino estaba por descubrir y la posibilidad de evocar estaba vacía; si al alba con un nuevo madrugar reclamamos un hueco propio en un espacio comunal que en las horas siguientes no siempre, más bien rara vez, se atina a saber llenar de inconvenientes aciertos, con el ocaso llega la esperanza de mañana tener otra oportunidad de mutarlos en unos convenientes desaciertos. Y esa es la útil enseñanza de cargar a la espalda muchos ocasos, que has podido comprobar que todo no se puede tener.

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