www.elmundofinanciero.com

No hemos aprendido nada

· Por J. Nicolás Ferrando, director de Artelibro Editorial

domingo 27 de julio de 2025, 08:00h
El conde-duque de Olivares.
Ampliar
El conde-duque de Olivares.
La historia es una ciencia maravillosa cuyo principal objetivo es aprender de los errores del pasado para no volver a cometerlos. Gracias a ella hemos avanzado como sociedad, como civilización y como especie. Sin embargo, también —mucho me temo— puede ser la llave de nuestra autodestrucción si insistimos en ignorarla o manipularla. Porque el ser humano, por naturaleza o por comodidad, tiende a tropezar una y otra vez con la misma piedra. Viendo la situación política de España en los últimos meses, marcada por escándalos de corrupción, deslegitimación institucional, estrategias partidistas que se anteponen al bien común y una sensación generalizada de impunidad, creo que es urgente volver la mirada a nuestro pasado y preguntarnos, con honestidad, qué hemos aprendido.

Y es ahí donde conviene rescatar figuras históricas que, con sus luces y sombras, intentaron transformar el sistema desde dentro. Una de ellas fue Gaspar de Guzmán y Pimentel, más conocido como el conde-duque de Olivares, valido del rey Felipe IV. Un personaje discutido y discutible, pero imprescindible para entender el siglo XVII español y, por qué no, el presente.

Olivares fue un adelantado a su tiempo. Tuvo que asumir el gobierno en un momento de crisis heredado del duque de Lerma —el verdadero paradigma del saqueo cortesano— y planteó una ambiciosa agenda de reformas para reforzar la monarquía, sanear la Hacienda y devolver al Estado una mínima autoridad moral. Fue rival directo del cardenal Richelieu, con quien compartía la idea de una política fuerte, centralizada y moderna.

Entre sus medidas más revolucionarias estuvo la obligación impuesta a todos los funcionarios públicos —sin distinción de rango— de presentar un inventario detallado de sus bienes al acceder al cargo y también al abandonarlo. Una idea que hoy nos parecería obvia, pero que en pleno Siglo de Oro representaba una ruptura con la tradición de privilegio y discrecionalidad que caracterizaba la administración. Para Olivares, no había legitimidad sin ejemplaridad.

Además, propuso que el castigo contra quienes robaban al Estado fuese inmediato y severo. Las investigaciones se realizaban de oficio. El principio rector era claro: quien sirve a lo público debe hacerlo con transparencia y sin enriquecerse. Hoy, en cambio, la vigilancia sobre nuestros dirigentes depende casi exclusivamente de la denuncia ciudadana o del desgaste político. Las declaraciones de bienes se reducen a simples formularios autodeclarativos sin apenas verificación ni consecuencias.

Y mientras tanto, la desafección crece. La ciudadanía, harta de promesas incumplidas y tramas impunes, empieza a desconfiar de todo: de las instituciones, de los jueces, de la prensa, de los partidos... La política se ha convertido, para muchos, en sinónimo de oportunismo y negocio. La cosa pública se percibe como algo lejano, ajeno o corrompido, cuando debería ser lo que nos une y nos compromete como sociedad.

Este deterioro tiene consecuencias. Entre ellas, el ascenso de opciones extremistas que prometen soluciones mágicas, cuando lo que ofrecen en realidad es un retroceso democrático y un riesgo cierto de autoritarismo. Lo vemos en Europa, lo vemos en América, lo estamos empezando a ver también aquí.

Por eso es urgente volver a la historia, no para idealizarla, sino para comprenderla. Para recordar que hubo momentos en los que la sociedad exigía transparencia, responsabilidad y altura moral a sus gobernantes. Para asumir que sin ética pública no hay democracia que se sostenga. Y para convencernos de que el pasado no está tan lejos como creemos.

No, no hemos aprendido nada. Pero aún estamos a tiempo.

¿Te ha parecido interesante esta noticia?    Si (1)    No(0)
Compartir en Meneame enviar a reddit compartir en Tuenti

+
0 comentarios