El problema de fondo es, sin duda, que el negacionismo de la ciencia jurídica característico de la izquierda patria ha calado socialmente y está arrasando los pilares básicos del Estado de Derecho, con todas las consecuencias que ello puede implicar. Como es sabido a los adoradores de la ciencia, sólo les interesa ésta como argumento de autoridad, aparentemente incuestionable, cuando refuerza sus propios dogmas, conforme al clásico refrán castellano “quien no reza a Dios, lo hace a cualquier santo”.
Con la negación de la ciencia jurídica, directamente debatimos entre ciudadanos en los siguientes términos:
La amnistía de Puigdemont es legal, por descontado para algunos porque no se prohíbe en la Constitución, mientras que, para otros, es radicalmente contraria a principios constitucionales como la división de poderes, y por tanto no admisible.
La condena al Fiscal General del Estado, para algunos carece de sentido porque no hay prueba alguna que le incrimine, mientras que para otros resulta obvio sus responsabilidades en un entramado dirigido a “ganar el relato” naturalmente a favor del Gobierno,
La sobremesa del Sr. Mazón en el célebre Ventorro, para unos es claramente delictiva porque se supone que si hubiera estado al frente del operativo con su casco de bombero hubiera evitado la tragedia, mientras que otros entienden que no debe asumir responsabilidad penal alguna porque los servicios de emergencias no dependían de ninguna decisión que debiera tomar él mismo.
Y así podríamos seguir infinito sobre el caso hermano de Sánchez, la pareja de la Presidenta Ayuso, los fallecidos sólo en la Residencias madrileñas durante el Covid, el Sr. Santos y su Sra. Paqui, etc. y etc.
Estas pugnas jurídicas, llevadas al circo de lo popular se muestran hoy día como un debate entre sensibilidades de izquierda contra las derechas, progresistas contra conservadores, como algo propio de nuestros tiempos. Pues bien, esto ya estaba inventado en la Antigua Roma entre las escuelas llamadas de los Proculeyanos y los Sabinianos. Se lo cuento y ya verán como les suena la historia que tuvo lugar en el periodo preclásico del derecho romano. Estamos hablando del siglo I DC.
En efecto, en plena irrupción de la etapa imperial de Roma, una vez liquidada de manera definitiva la primitiva República, dos escuelas jurídicas se enfrenaban con sus respectivos seguidores.
Por un lado, los Sabinianos (en efecto, como el suegro de Sánchez) que tomaron su nombre en honor al jurista Masurio Sabino (el Cándido Conde Pumpido de la época), de los más leales simpatizantes del Emperador Augusto. Como firmes defensores del poder imperial en general tenían una interpretación del derecho más flexible, barriendo siempre en favor del poderoso Emperador.
En el otro lado del ring, la escuela de los Proculeyanos, fundada por el jurista Marco Antistio Labeón muy crítico con la idea de la concentración del poder imperial y firme defensor de lo que quedaba de las instituciones republicanas, que suponían una mayor esfera de libertad al ciudadano, para cuya defensa era preciso una estricta aplicación del derecho sin componendas que lo moldearan a gusto del Emperador. Por descontado eran poco proclives interpretaciones ad extensum y menos ad hoc por las circunstancias o personas del caso (entienden perfectamente de lo que estamos hablando).
Y entre ellos todo el día a la gresca, en múltiples polémicas, tal como nos han llegado, incluso en temas de apariencia menor. Así, un ejemplo de posición contraria en los argumentos de ambas escuelas puede encontrarse en la noción de mayoría de edad. Para los Sabinianos, la mayoría de edad debía dictaminarse mediante un examen físico, que demostrara la madurez sexual del joven o la joven. es decir, todo muy relativo e individualizado, mientras los Proculeyanos, procurando estandarizar y brindar seguridad jurídica, propusieron, conforme a las tradiciones, que se estableciera como mayoría de edad los 12 años para las niñas, y los 14 para los niños (curioso caso por lo demás de discriminación inversa que nos ha llegado de la antigüedad).
Aterrizando de nuevo en la España del siglo XXI es muy parecido el lamentable espectáculo que estamos presenciando. Los miembros y fans del gobierno socialista, al más puro estilo imperial Sabiniano, entonan el más solemne “amen” a todas las propuestas o intereses gubernamentales, para lo cual, hay que estrujar las normas para sacarlas todo el jugo, mientras que la oposición crítica Sanchista, de acuerdo con los postulados del republicano Labeón, reclama una estricta aplicación de las normas porque, en general, consideran que el gobierno se las salta en sus decisiones, dinamitando el Estado de Derecho, para que al final las leyes resulten al dictado del Emperador Sánchez.
Desde la óptica de un modesto jurista como el que suscribe (con más de 7000 pleitos a sus espaldas) estos debates resultan hasta cierto punto graciosos sino fuera dramáticos. El derecho es una ciencia como otra cualquiera, quizás incluso sobre la que más se ha escrito, y los debates sobre la misma deberían tener un mínimo de rigor intelectual, de lo contrario tendremos monstruos jurídicos como la ley del Si es Si por poner un ejemplo.
La cosa en Roma terminó mal, otorgando por el Emperador Tiberio, sucesor de Augusto, a sus esbirros Sabinianos el llamado ius publice respondendi, que significaba que sus opiniones tuvieran fuerza de ley.
Esperemos, que Sanchez no nos aplaste de igual modo y por una vez los Proculeyanos se impongan en la historia, y prevalezca la construcción, a mi juicio, más exitosa de la historia social de la humanidad: el Estado de Derecho que nos convirtió en ciudadanos con derecho y obligaciones, estableciendo límites al ejercicio siempre abrasivo del poder, todo ello conforme a la también máxima latina “somos esclavos de la ley para poder ser libres”.