Dadas las fechas, es imposible que haya pasado desapercibido, o que sea anotado como mera anécdota sobre la que pasar de puntillas, el hecho de que París haya cancelado el concierto de año nuevo en los Campos Elíseos debido a la inseguridad causada por la inmigración ilegal, ni más ni menos; y que se haya modificado así una rutina festiva, religiosa, cultural, ancestral. Se mantiene un rápido castillo de fuegos artificiales pero se suprime la música en directo con el único objetivo de acortar de forma notable la duración del evento ante el riesgo de concentraciones masivas prolongadas que puedan allanar el camino a malhechores en general y a terroristas islamistas en particular.
Da igual el destrozo generado a operadores turísticos, agencias de viajes y organizadores de eventos porque lo prioritario es evitar un ataque. Y así, en paralelo, tres cuartas partes de lo mismo se está repitiendo en la práctica totalidad de los grandes mercadillos de Navidad de las ciudades y capitales más representativas de la vieja Europa que comparecen blindados, amurallados, en algunos casos casi acastillados. De nuevo ante el riesgo cierto de que -no sería la primera ocasión, por desgracia- se materialice un ataque violento e indiscriminado por parte de inmigrantes musulmanes descontrolados con motivaciones netamente criminales.
Y ésta es la gran paradoja, éste es el gran fracaso. Perturbamos la tranquilidad, rompemos la normalidad, alteramos los momentos de celebración de personas honradas que se dedican a trabajar, a vivir y a dejar vivir… construimos murallas y castillos y establecemos blindajes casi insoportables en los citados mercadillos de Navidad porque hemos renunciado temerariamente, penosamente, irresponsablemente, de forma suicida, a defender nuestras propias fronteras.
Es el puro suicidio. Abrir las puertas de tu casa al enemigo, a quien viene con afán perturbador, destructor. Y romper la tranquilidad, la normalidad… la paz de los comunes. La indolente Europa va tarde para despertar. Sigue su sueño, su siesta, su modorra, la de la insensatez, la de la autodisolución tal y como hoy la conocemos. Y lo que es peor, recriminando, descalificando, embistiendo, con la solemnidad de un bobo, contra quienes -como se ha hecho desde la Administración Trump- han hecho sonar por enésima vez un desatendido despertador.