Veamos los hechos relevantes en su desnudez. Un señor no australiano ni residente en Australia quiere pasar unos días en Melbourne, invitado a participar en un torneo de tenis, porque es jugador profesional… Democráticamente tiene los mismos derechos fundamentales y las mismas obligaciones que un zapatero de Andorra invitado por unos familiares a pasar el cotillón. (En casa) Necesita un visado, cosa muy vigilada hoy en día por la alarma derivada de la pandemia. Lo ha obtenido, gracias a una excepcionalidad médica justificada. Resulta que autoridades de inmigración de una manera estrambótica, parece que arbitraria le anulan el visado al llegar a suelo oceánico. Perjudicado en sus derechos e intereses, el ciudadano, serbio, acude a una instancia de justicia antes que renunciar a participar en el torneo. Aquí se ve que sí hay una diferencia con el zapatero, favorable al serbio, pues su nivel económico le permite contratar inmediatamente a uno de los más potentes bufetes de abogados de Australia, lo que redunda en una mejor defensa de sus derechos. El juez de esa primera instancia, por deferente procedimiento de urgencia, observa o bien que la autoridad que anuló el visado y retuvo a Djokovic no tenía esa potestad, o que los argumentos para tal decisión no tenían base legal, o las dos cosas. Autoriza al serbio a permanecer libremente en Australia, por lo tanto. Derechos respetados y protegidos, por encima de la arbitrariedad o ineptitud de una administración. Pero entra en juego, una vez más, el hecho de que no es un zapatero cualquiera, sino una figura mundial muy popular y de gran importancia mediática, y se genera mucho ruido alrededor del tema, con intervenciones de politicastros de todo pelo, de frikis pro vacuna o anti vacuna, de tabloides y terraplanistas, de fanáticos y activistas, que, en general, deterioran la imagen del Gobierno de Australia y entorpecen su particular y legítima política de protección nacional contra la COVID. Por lo que el Gobierno decide profundizar y tomar las riendas del caballo mediáticamente desbocado. Entonces se descubre que el serbio ha cometido irregularidades en los trámites para conseguir el visado y ha, incluso, engañado y ocultado para obtenerlo sin merecerlo. Es entonces el Ministro habilitado para ello, y, consecuentemente el Gobierno Nacional colegiado el que decide no permitir la entrada del ilustrísimo tenista. Pero, como corresponde a un Estado de Derecho democrático y, por lo tanto garantista, el deportable acude a la Justicia, a una instancia muy superior, un Tribunal Nacional, (Federal dicen los “wallabies”), compuesto por tres jueces porque considera arbitrariamente lesionado sus derechos. Aquí ocurre un hecho de relevancia. La Justicia de más alto nivel de la Nación oceánica, se reúne de urgencia, no reparando en sábados o domingos, sin duda como deferencia a la urgencia que apremiaba al serbio, pues cualquier sentencia posterior al lunes hubiera sido de total inutilidad, es decir no hubiera sido justicia. Los tres jueces de superior instancia, por unanimidad, consideran que el Gobierno actúa con total legitimidad a la vista de las (nuevas) pruebas aportadas, y se acabó la historia.
Por supuesto que la administración australiana del principio (consulado, agentes de inmigración, etc…) se portó de manera reprobable e injusta. Los australianos tomarán nota. Y por supuesto que en toda democracia hay leyes y normas que no nos gustan. Incluso en nuestra propia democracia, sin ir más lejos. Pero, en un Estado de Derecho, se han de cumplir a rajatabla hasta tanto se cambien; incumplirlas no es admisible. Pero lo que Djokovic no puede decir (ni ha dicho, que sepamos) es que no ha gozado de las garantías propias de un Estado de Derecho democrático que funciona. Por eficiencia, y, muy importante, por rapidez.
¿Y por qué estimamos interesante reflexionar, como español, sobre un Estado democrático que funciona? Pues no sabemos, les dejamos adivinar.