Nos parece que los españoles nos hemos pasado de frenada al apelar a los préstamos financieros y al espejismo de la abundancia para chapotear finalmente entre flotadores y manguitos, correr sobre la arena mientras nos chamuscamos las plantas de los pies y hacer cola para engullir la consabida paella requemada. Anda hoy por el mundo toda una costumbre de gastar aunque uno no lo tenga, impulsada por los amos del dinero, que prestan para multiplicar sus beneficios, y en las sucursales quieren contribuir a la felicidad del vecino, dándole un calendario, una agenda, unas pegatinas para el niño, porque los guardianes del gasto particular de cada cual lo están haciendo muy bien. Así que al sufrido trabajador lo van engañando como pueden, con los anuncios –siempre los anuncios– donde vemos cómo una pareja joven y bella chapotea y retoza en la Costa del Sol o en los mares del Sur.
La publicidad, los paraísos de la felicidad agosteña y toda la maquinaria propagandística del estío feliz le recuerdan al ciudadano su derecho inalienable al descanso, lejos de la ciudad, en lugares remotos, con el lenguaje épico de la promoción vacacional, como si no hubiese pelmazos en los apartahoteles, en los restoranes, en la cola de las arenosas duchas… Según datos del importe de saldos vivos del Banco de España, hemos pedido antes del asueto veraniego 45.868 millones de euros en créditos al consumo a corto plazo, un 7,9% más que en junio de 2022. Y el 10% de estos créditos hasta un año se los dedicamos a viajes. Esto es frivolizar con un bienestar pagado a plazos, con anticipos quinquenales, eternos y la quiebra segura de la economía pequeñoburguesa en el horizonte. Porque el hombre –y la mujer– tiene derecho al consumo, al selfi en la cubierta del barco o a la mariscada, aunque carezca de capital. No tenemos conciencia o, si la tenemos, no escarmentamos. Y que no nos quiten unas vacaciones de verano a remojo. La casa por la ventana… Faltaría más. Hemos recurrido al banco, como el tributo medieval al señor del castillo, porque no había más remedio, Maricarmen, pero Dios proveerá. Que nos quiten lo “bañao”.